DISCURSO DEL RECTOR DEL INSTITUTO CAMPECHANO, DR. FERNANDO SANDOVAL CASTELLANOS, EN LA SESIÓN EXTRAORDINARIA DEL CONSEJO SUPERIOR DEL IC PARA LA ENTREGA DEL GRADO DOCTOR HONORIS CAUSA AL PERIODISTA E HISTORIADOR ARMANDO FUENTES AGUIRRE “CATÓN”.
Discurso Catón Honoris Causa
08.12.15
Don Armando Fuentes Aguirre, sean bienvenidos usted y su amadísima esposa, a esta antañona morada del saber, el Benemérito Instituto Campechano, con raíces e historia que atraviesan cuatro siglos de existencia.
Señor Gobernador, su presencia da gran lustre a esta ceremonia.
Muy distinguidos miembros del presídium, integrantes del Consejo Superior, invitados y amigos todos, cuya asistencia ya ha sido cálidamente señalada; les saludo con respeto.
Necesario es, en una solemnidad así, después de referir los méritos sobrados del laureado, hacer remembranza de la grande historia de esta casa. Intentaré en pocas páginas, reseñar una síntesis apretada de los hitos aquí ocurridos.
Permítanme comenzar con una mixtura miscible, de historia y leyenda, que inicia con el primer cuarteto de un soneto inconcluso.
Expresar una pieza de tal empaque, requiere, como nos enseñó López Velarde, alzar hoy la voz a la mitad del foro.
Cesó por fin la lucha gigantea,
La tempestad en iris se resuelve,
El pedazo de sol al sol se vuelve,
Y a la mente de Dios la augusta idea.
¿De quién puede hablarse así?
Corría el 22 de mayo de 1885 del año del señor y moría, Víctor Marie Hugo.
La Sorbona, ha convocado a un certamen literario mundial para tener el mejor epitafio posible a la altura del prohombre.
En tanto, a 8,500 km de distancia, transcurre una plácida tarde campechana y están por encontrarse dos personalidades de la época; Joaquín Blengio y Molina, egresado del Instituto, doctor en medicina por la Sorbona, introductor de procedimientos sanitarios de la época, ex rector del Instituto Campechano, catedrático del mismo, fundador de la Sociedad Científico Literaria de Campeche – precursora de las tareas de extensión cultural de las universidades modernas – sonetista de corazón y por ello miembro de la Academia Mexicana de la Lengua; quien en un café de la ciudad, arroja el guante a su colega del Instituto Campechano, el aedo Juan H. Brito, comunicándole del concurso por Hugo.
Informado que fue, Juan, pergeña sobre las rodillas en papel de estraza, el cuarteto antes mencionado, y como saeta entrega su estro diciendo, enviadlo por favor, no tengo para los timbres.
El apólogo dice, que meses después, se recibieron la medalla y el diploma de vencedor.
Diversos argonautas campechanos han tomado camino a París, en varias épocas, en busca de la inscripción en mármol duradero o bronce eterno de ese plectro notable.
Ya sea en el zócalo de la tumba de Víctor Hugo en el Panteón, o en alguna pared alusiva de la Sorbona, hasta el momento el grial permanece inasible y puede ser qué, como postrer consuelo, sólo quede la conseja de Giordano Bruno, quien dijo, si no es verdad, es bien inventada.
Don Armando, lo citado, es sólo una muestra de la talla intelectual que prevalecía en el Instituto Campechano a la llegada del joven José María Albino Vasconcelos Calderón, para cursar el primer año del bachillerato en 1896.
La historia del Benemérito, está uncida a la del México virreinal, a la de la nación independiente y desde luego a la de Campeche, y en este último caso, no sólo como observador sino como actor decisivo.
Nuestras raíces comienzan en 1715, con la autorización para la fundación del colegio de San José, con pasión educadora jesuita, resultado de la abdicación monárquica de la formación de mentes y almas en las órdenes religiosas.
El 25 junio de 1767, fiesta del Sagrado Corazón, se vive en la Nueva España, por ordenamiento real de Carlos III, la primera expulsión de los jesuitas, por lo que el clero seglar, el ayuntamiento y la junta de temporalidad continúan la administración del colegio hasta el año de 1771, en que se retoma la presencia de las órdenes religiosas, ahora con la humildad evangelizadora de los discípulos del santo patrono de Asís, quienes concluyeron la edificación del templo y levantaron la elegante, por sobriedad, cúpula que lo embellece.
En 1823, producto de la turbulencia derivada de la supresión de las órdenes religiosas, el colegio se transforma en el clerical de San Miguel de Estrada, de nueva cuenta bajo la regiduría de los seglares y autoridades locales, recibiendo la bonhomía del mecenazgo criollo que le dio nombre y apellido al mismo. Por esos tiempos, se albergó en dos momentos a la Escuela Náutica de Campeche, primera del país.
Y llegamos al año de 1859, cuando parafraseando a Dickens, en México y en Campeche era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos…
Desde varios años atrás, la distocia prolongada y dolorosa de la creación del nuevo estado, que cual Minerva, surgió del pensamiento de notables de la época, partidarios del movimiento liberal, y pasando por la insalvable aduana del fuego fratricida del partero Vulcano.
Es importante precisar que cuando el 2 febrero de 1860, se inaugura el Instituto, como primer producto tangible de las Leyes de Reforma, y resultado de la acción visionaria para establecer la identidad de Campeche, éramos todavía un estado de facto, ya que el decreto del Pdte. Juárez reconociendo al nuevo integrante de la federación, llegaría hasta el 19 de febrero de 1862.
De tal manera, puede decirse que el nuevo estado, culminó su ontogenia en las mentes brillantes del novel colegio. El Instituto, ha sido desde entonces la fragua de muchos de los grandes hombres y mujeres de Campeche.
Después de la génesis firme en la roca de la Reforma, se sufrió en minoría de edad, el ensueño del segundo imperio, cuando se pretendió cambiar su nombre a Instituto Literario de Campeche y luego a Instituto Campechano de San Miguel de Estrada, o aún más, hacerlo dependiente de la Universidad de Mérida. Todo ello se evitó mediante la oposición férrea de muchos, incluso de los imperialistas campechanos, egresados del Instituto, documentando así el primer rescate del alma mater por sus hijos.
Debe señalarse la talla excepcional del Lic. Juan Méndez Ojeda, quien al ser designado por el prefecto imperial como rector del llamado Instituto Literario, respondió que sólo aceptaba sí y solo sí en tratándose del rectorado del Instituto Campechano, nombre que debía ser respetado. Cumplido su requerimiento, recibió el capelo como tercer rector.
De los tiempos de la espada de Díaz, es relevante la figura de Joaquín Baranda y Quijano, abogado egresado del Instituto, eminente catedrático del mismo, juez de distrito, diputado federal, gobernador del estado, magistrado, senador de la república, Ministro de Justicia e Instrucción Pública de 1882 a 1901, Académico Mexicano de la Lengua y fundador de la Escuela Normal de Profesores, entre otros legados.
El prolegómeno y el periodo revolucionario en sí mismo, agostaron al Instituto.
No hubo oportunidad de disfrutar del espíritu Maderista, pero si padecimos la ferocidad de Huerta, que al encontrar luces críticas intramuros, clausuró el colegio vía el cancerbero comandante militar de la plaza, Manuel Rivera.
Hasta 1918 resurge la luz, gracias al nuevo gobernador constitucionalista, Gral. Joaquín Mucel Acereto y a la participación desinteresada de anteriores maestros y alumni. Segunda redención.
En 1940, por la acción bienhechora de otro alumnus, el entonces gobernador del estado, Dr. Héctor Pérez Martínez, el Instituto recobra antiguos lauros, con la reconstrucción total del inmueble, la expedición de la Ley de Educación Secundaria y Preparatoria, que revisó y actualizó los planes de estudio, así como la dotación de mobiliario y de un importante acervo de la biblioteca. Tercera recuperación.
Gracias también a la gestión del Dr. Pérez Mtz. se recibe la alfaguara de linfa mirífica del exilio español, con las sapiencias de la doctora Castroviejo, el doctor Seijo y el filósofo Arias Parga, quienes sentaron plaza en el Instituto.
Debo decir que el maridaje no fue sin sobresaltos, pero ¿cuál lo es?
Profesores universitarios europeos de añejo raciocinio y preparatorianos, frente a frente.
Literales griegas y símbolos complejos en lenguaje matemático ininteligible, lenguas filosóficas desconocidas, complejidades de intelección, verdad autónoma, verdad pantónoma, parénesis, impluvium, compluvium, etc.; sólo un camino quedaba… el del estudio.
Y ahí estaban, también en simbiótica convivencia dialéctica, los maestros procerosos de sello local, en laica procesión de ilustre prosapia en pasillos y aulas:
Los Dones, Enrique Hernández Carvajal; Luis Álvarez Buela; Julio Macossay Negrín; Nazario Víctor Montejo Godoy; Manuel Lavalle Barrét; Fernando del Río Bobadilla; Ramiro Rodríguez Aguayo, el de las Palmas Académicas del gobierno francés en grado de caballero en 1967; Mario Rivas Cervera; Ermilo Sandoval Campos y la maestra Charito Rivas Hernández, entre otros muchos.
Así eran: riguroso casimir, severo continente, recios zapatones negros, en una mano el báculo y en la otra el manual de gramática de la Real Academia Española, refinados en su aporética, sublimados en las artes liberales, acrisolaban en la excelsitud de su verbo, la riqueza de su inflexión y la clarividencia de su talento.
Era tanta su ciencia y su paciencia, que escuchaban de pie, imperturbables los gazapos de sus alumnos, a los que respondían lacónicamente “Uy, uy, uy qué desatino…” ¡No diga más por favor…¡ y en indulgencia hallaba el errado, compresión y corrección, con la dulcedumbre del sabio y la santidad del maestro. ¡Qué pasado de gloria ¡
De esa pléyade, que ha transcurrido por este hogar de cal y canto, quiero citar a una dupla de titanes:
El alfa. Tomás Aznar Barbachano. Primer rector. Desde los decretos de creación de 1859 de factura suya, se advierte visión adelantada a su entorno al transitar de la escuela aristotélica al positivismo de Comte, incluso antes de hacerlo a nivel nacional en 1868 el médico Gabino Barreda, primer director de la Escuela Nacional Preparatoria.
La sigma. José Vasconcelos Calderón. Abogado, filósofo, primer Secretario de Educación Pública, 9º. Rector de la Universidad Nacional Autónoma de México, miembro del Colegio Nacional y de la Academia Mexicana de la Lengua, apóstol de la educación, constructor de instituciones, candidato presidencial y director de la Biblioteca Nacional.
Asimismo, han sido hijos dilectos, el ex presidente de México Francisco Sebastián Carvajal y Gual; Patricio Trueba y de Regil; Ricardo Contreras Bobadilla, fray Tizón, mentor, crítico y amigo de Rubén Darío; María Lavalle Urbina; Jorge Carpizo McGregor y 20 gobernadores, entre otras lumbreras.
Imposible decantarse por alguno, ya lo dijo Hugo; el Valhalla del arte, las letras y la ciencia, es la región de los iguales.
En 1958, al ajustar su aniversario 98, la madre añosa vive trance de muerte puerperal tras concebir a la Universidad de Campeche. Por ventura la vox populi, vox dei, le niega al poder, el certificado de defunción.
Sin embargo, la extirpación fue cuasi funesta de necesidad; entró en coma vigil; hubo de requerirse un implante mitocondrial – vía el Instituto Literario de Estudios Superiores de Campeche, en los años 80 del siglo pasado, merced al apoyo de los gobernadores Echeverría y Carrillo – para lograr de nuevo su reconversión en Fénix, el cuarto salvamento; mismo que con el paso del tiempo se agotó y el Instituto afronta ahora de nuevo, el reto de la rehabilitación y de la modernización globalizante.
Para buenaventura del Benemérito, el actual Gobernador Rafael Alejandro Moreno Cárdenas, hijo insigne, es quien encabeza ahora un nuevo ciclo de rescate del alma mater, el quinto.
Para terminar, debo decir que lo aquí expresado tuvo cosas buenas y originales, es menester reconocer que las buenas no son originales y las originales intentaron ser buenas.
Señalo el valor de los trabajos recogidos en la magnífica compilación de Historias dispersas del Instituto Campechano, dirigida por el Dr. José Alcocer Bernés, con el apoyo del entonces rector Don Ramón Santini, y con el concurso de las plumas de los ilustres Tomás Aznar Barbachano, Salvador López Espínola, Humberto Lanz Cárdenas y Humberto Herrera Baqueiro, entre otros.
Asimismo, quedo en deuda con: don Manuel Lanz Cárdenas, don Manuel Lanz Peña, el maestro Brígido A. Redondo y el profesor Damián Can Dzib.
Y también, Don Armando, acúsome de haber usado, entre otros decires, la denominación de origen de las aguas de Saltillo que usted nos ha enseñado, cuando me referí al exilio español; y también de aplicar su genio al describir con solo una palabra, de manera impepinable e inmejorable, la esencia de varios habitantes del Olimpo histórico de nuestro país. La roca y el ensueño, la espada y el espíritu.
Gracias Dr. Catón, por honrar esta casa y contribuir a seguir construyendo el presente de gloria.
Per aspera ad astra. Larga vida al Instituto Campechano.
Gracias por su atención.